Capturados en tierras lejanas, los
esclavos se enfrentaban a una vida de trabajo y explotación de la
que pocos escapaban...
Resulta muy difícil saber qué
proporción de esclavos frente a ciudadanos libres había en Atenas
durante la época clásica. Los cálculos de los historiadores
sugieren que esa proporción estaba próxima a un tercio de la
población total. Esta considerable cifra revela un aspecto de la
sociedad de la antigua Grecia que a veces tendemos a olvidar: la
presencia de decenas de miles de individuos explotados como mano de
obra, a veces de forma brutal, y condenados de por vida a la
subordinación y el silencio, aunque algunos de ellos tuvieron la
oportunidad de integrarse en la vida cotidiana de los ciudadanos de
pleno derecho.

La gran mayoría de los esclavos de Atenas eran bárbaros nacidos en tierras lejanas, que habían caído en la esclavitud por vías diferentes. Algunos eran apresados por piratas y bandidos, o bien eran capturados durante las frecuentes guerras, en las que mujeres y niños se convertían en un valioso botín. También podían ser vendidos por sus familias: Heródoto cuenta que algunos pueblos, como los tracios, vendían a sus hijos a traficantes de esclavos que los llevaban a los grandes mercados de esclavos de Éfeso y Bizancio, ciudades situadas en la periferia del mundo griego, desde donde eran conducidos hasta Atenas. Los esclavos llegaron a ser tan baratos y su suministro tan regular que no hubo en la época clásica ninguna necesidad de criarlos en las haciendas.
Obreros, criados, policías...
Los esclavos hacían trabajos muy
diversos; de hecho, no había ninguno específicamente servil. En
Atenas había esclavos públicos que se empleaban en la policía: son
los famosos arqueros escitas, un cuerpo creado en 476 a.C. y que
acampaba en el Areópago (sede del Consejo de la ciudad). También se
ocupaban en la administración como secretarios, escribas y verdugos.
Su presencia en los campos debió de ser escasa, pues el Ática
estaba llena de pequeños propietarios agrícolas. Los esclavos
trabajaban sobre todo en talleres: artesanos y comerciantes compraban
al menos uno y le enseñaban su oficio con la esperanza de retirarse
y vivir del trabajo de su esclavo. Algunos ciudadanos poseían
negocios a cierta escala con esta mano de obra: el padre del orador
Demóstenes poseía 32 esclavos fabricantes de cuchillos, y el orador
Lisias tenía 120 esclavos en su taller de armas (la mayor empresa
ateniense de la que tenemos noticia).
Algunos amos dejaban trabajar por su
cuenta a sus esclavos, que sólo estaban obligados a pagar una renta
fija. Se les llamaba «los que viven aparte» y su modo de vida no
sería muy diferente al de los hombres libres. Esclavos y ciudadanos
trabajaban a menudo codo con codo y recibían el mismo salario, tal
como sabemos por las inscripciones que registran las cuentas de las
obras de los edificios públicos.
También había numerosos esclavos
domésticos. Se les incorporaba a la familia con el mismo ritual con
el que se acogía a la novia: se les hacía sentar en el hogar y la
dueña de la casa echaba sobre su cabeza higos y nueces. También se
les daba un nombre. Por eso los esclavos eran enterrados en la
sepultura familiar. En algunas fiestas, como las Antesterias, podían
unirse a la diversión de toda la familia, y en las dedicadas a Crono
se les daba el día libre y permiso para comer con sus amos.
Un ateniense medio tenía al menos doce
esclavos: un portero, un cocinero, un pedagogo (que llevaba a los
niños a la escuela) y varias sirvientas que se ocupaban de las
tareas de la casa. Las dirigía otra esclava, una que había llamado
la atención de sus amos por su moderación en la bebida, la comida,
el sueño y el trato con los hombres. Dentro de la casa, el
alojamiento de las mujeres estaba separado del de los hombres por una
puerta con cerrojo para evitar que procreasen sin el permiso de los
amos.
La dueña de la casa tenía el deber de
ocuparse de los esclavos domésticos. «Una tarea te parecerá poco
grata: si se pone enfermo uno de los esclavos tienes que procurar por
todos los medios que se cure», advierte un ateniense a su esposa,
según Jenofonte. Incluso se hacía venir al médico, pues la muerte
de un esclavo suponía la pérdida de una posesión material valiosa.
Los atenienses se quejaban siempre de la desvergüenza y la grosería
de sus esclavos. Un buen ejemplo es el esclavo portero que aparece en
un diálogo de Platón, el Protágoras, que cierra la puerta en las
narices al mismísimo Sócrates.
El palo y la zanahoria
Los esclavos que movían las muelas en
los molinos o las esclavas compradas por el Estado para los burdeles
del puerto del Pireo llevaban una vida muy dura. Pero el peor destino
de todos era el de los que trabajaban en las minas de plata de
Laurio, pues malvivían en condiciones miserables. Allí, en los
períodos de mayor actividad pudo haber decenas de miles, sobre todo
tracios y paflagonios procedentes de regiones mineras. El Estado, que
era propietario de las minas, ofrecía la concesión a particulares
que la explotaban con el trabajo de los esclavos.
Aunque Platón dice que «la propiedad
de hombres también tiene sus dificultades», la regla era simple:
recompensar a los esclavos diligentes –con mejores vestidos y
alimentos, con un trato más humano y con la posibilidad de tener una
compañera– y no vacilar en castigar a los que no aceptaban de buen
grado su condición o eran inútiles para sus amos: se atemperaba su
lujuria a base de hambre, se les encerraba para impedir que robasen,
se les cargaba de grilletes para que no escapasen y se empleaba el
látigo para corregir su pereza. Toda clase de castigos valía para
obligarles a comportarse como un esclavo.
La ansiada libertad
Los esclavos eran, como dice
Aristóteles, una «posesión animada» y no tenían, por tanto,
derechos legales. Atenas sólo les protegía contra una muerte
arbitraria. También podían escapar de un amo especialmente cruel
acogiéndose como suplicantes en el templo de Teseo y pidiendo que se
les vendiera a un dueño mejor, aunque esta opción sería rara en
una ciudad donde se podía encontrar fácilmente esclavos en el
mercado. Los esclavos podían declarar en los procesos judiciales,
pero sólo si se les sometía a tormento; «atándolo a una escalera,
colgándolo, azotándolo con un látigo, desollándolo, retorciéndole
los miembros», según cuenta Aristófanes. Muchas veces, las partes
implicadas ofrecían a sus propios esclavos para declarar en esas
condiciones; se suponía que sólo bajo tortura se declaraba la
verdad.
Los amos podían conceder la libertad a
sus esclavos con una simple declaración ante testigos; un esclavo
también podía rescatar su persona gracias al peculio, esa pequeña
cantidad de dinero que el amo le había permitido ir ahorrando, o
bien por disposición testamentaria. Tras su libertad, se le
consideraba como un meteco y normalmente quedaba obligado a
permanecer al lado de su antiguo dueño mientras viviera o a cumplir
ciertas disposiciones. Aun así, las continuas guerras y revueltas
políticas les ofrecían muchas posibilidades de escapar a su
destino: en casos de emergencia, la ciudad podía alistarlos como
remeros y se les concedía la libertad. También en esos momentos era
más fácil la huida. En los años finales de la guerra del
Peloponeso, más de 20.000 esclavos huyeron de Atenas. Muchos eran,
como dice Tucídides, artesanos cualificados, pero prefirieron
arriesgarse en busca de la ansiada libertad.
Comentarios
Publicar un comentario