Los Disturbios de Niká

Si alguien cree que las tanganas deportivas que de vez en cuando se dan en los estadios de fútbol son algo reciente se equivoca de medio a medio; hay cosas que son tan antiguas como el respirar y los autores clásicos han dejado testimonio de las peleas que se producían entre aficionados en el circo romano, durante las carreras, en parte por defender los colores de su equipo y en parte porque había apuestas de por medio. Uno de esos altercados, monumental, tuvo lugar en Constantinopla en el siglo VI d.C. y al combinarse con factores religiosos y políticos terminó degenerando en una revuelta general. Se le dio el nombre de Niká, que en griego significa victoria, porque ése era el grito que entonaban los insurrectos.

Ya digo que no era la primera vez que ocurría un altercado grave en un espectáculo público. Por ejemplo, Tácito cuenta en sus Anales que en el año 59 d.C. hubo en Pompeya un combate de gladiadores organizado por un ex-senador llamado Livineius Regulus que, al parecer, resultaba tan sugestivo que atrajo a aficionados de la vecina ciudad de Nuceria. Con la tensión típica del momento, el intercambio de cánticos de un grupo a otro pasó a ser de insultos, de éstos a puñetazos y el siguiente paso ya fueron las pedradas y las luchas pugio en mano. Los nucerinos, como visitantes, se llevaron la peor parte y la mayoría fueron masacrados; como castigo, Nerón prohibió los ludi en la ciudad durante una década, aunque levantó la sanción cinco años después.

Los Disturbios de Niká no fueron en el anfiteatro sino en el circo, donde se desarrollaban las carreras, deporte que apasionaba a la gente tanto o más (de hecho, para entonces la nueva religión oficial cristiana había proscrito los espectáculos de gladiadores). Las competiciones de carros, a las que los romanos atribuían origen en el rapto de las sabinas pero que en realidad heredaron de los etruscos y éstos a su vez de la Antigua Grecia (formaban parte de las pruebas de los Juegos Olímpicos y Panhelénicos), se disputaban en un estadio elíptico fundado por el rey Lucio Tarquinio Prisco que Julio César reconstruiría a lo grande para convertirlo en el famoso Circo Máximo: una infraestructura enorme, de 621 metros de longitud por 118 de anchura con capacidad para 300.000 espectadores. Los carros (bigas o cuádrigas, según tuvieran 2 o 4 caballos) daban vueltas alrededor de una spina central donde se situaba el marcador y en la que fue colocado un obelisco egipcio conocido como Flaminio, que ahora está en la Piazza del Popolo.

Por supuesto, había más circos no sólo en Roma sino en otras ciudades, y como en el siglo VI Constantinopla era la capital del Imperio Romano de Oriente, también contaba con uno, el Hipódromo. Lo levantó Constantino en el siglo IV a partir del de Septimio Severo (del año 203), si bien no era tan grande como el de César, pues tampoco había tanta población, pero casi: 450 metros de largo por 130 de ancho y un aforo entre 50.000 y 100.000 personas. Y es que no se usaba sólo para las carreras, ya que allí se celebraban los triunfos militares, fiestas populares e incluso los juicios importantes. Las ruinas aún se pueden visitar en pleno centro de Estambul, siendo fácilmente reconocibles por los dos obeliscos egipcios que siguen allí, en pie; los cuatro caballos de bronce que decoraban su entrada son los que hoy están en la basílica veneciana de San Marcos.

Las carreras de carros eran por equipos, cada uno identificado por el color de la túnica que vestían sus respectivos aurigas. A los dos originales según Tertuliano, los Leukoi (Blancos) y los Rousioi (Rojos), se les fueron sumando Prasinoi (Verdes) y Venetii (Azules); en tiempos de Domiciano se añadieron Morados y Dorados, aunque a su muerte se suprimieron. En el período bizantino los grandes, por usar una terminología análoga a la del fútbol actual, eran los Prasinoi y los Venetii, los que concitaban las simpatías mayoritarias (o los odios, según) entre los demes, asociaciones de seguidores que equivalían a las peñas y que se ataviaban con sus correspondientes colores, igual que pasa ahora. En ese sentido es curioso reseñar que el emperador Justiniano era partidario de los Venetii.

DISTURBIOS DE NIKÁ: LOS BARRABRAVAS DE... - Efemérides Culturales ...

Pero también había un detalle similar a la actualidad en lo malo: los demes eran aprovechados como altavoz para reivindicaciones extradeportivas. La oposición política, las discusiones religiosas, el antagonismo entre bandas callejeras, las tensiones entre clases sociales… Toda esa dinámica propia de la vida en una urbe que era cabeza de un imperio se canalizaba a través de esas facciones, cuya sustentación tendió a depender de las familias aristocráticas, entre ellas las que creían tener tanto derecho a ocupar el trono como la titular.

No es de extrañar, pues, que la rivalidad deportiva fuera convirtiéndose en hostilidad y hasta en enemistad abierta, a menudo fracturando los posibles vínculos, ya fueran familiares, de amistad o profesionales. El historiador bizantino Procopio de Cesarea, cuya obra De bellis (Historia de las guerras) es fundamental para conocer el reinado de Justiniano (junto con otras dos tituladas De aedificiis, que ilustra acerca de las obras públicas justinianas, e Historia arcana o Historia secreta, diatriba contra el emperador y su esposa) narra:

«La población de las ciudades se había dividido desde hace tiempo en dos grupos, los Verdes y los Azules… sus miembros (de cada facción) luchaban contra sus adversarios… no respetando ni matrimonio ni parentesco, ni lazos de amistad, incluso aunque los que apoyaban a diferentes colores pudieran ser hermanos o tuvieran algún otro parentesco».

Los primeros incidentes serios se dieron a finales del año 531, cuando una disputa entre aficionados tras una carrera terminó con varias muertes y las consiguientes detenciones supusieron la condena a la horca de los asesinos. Pero el 10 de enero de 532 dos de los condenados lograron evadirse antes y se refugiaron en una iglesia mientras una turba enfurecida rodeaba el edificio dispuesta a protegerlos. La enérgica reacción de la Justicia no había servido para disuadir a los fanáticos: un bando quería que se cumpliera la sentencia, el otro que se les indultara y en medio estaba el emperador intentando apaciguar los ánimos, pues en esos momentos se hallaba negociando un tratado de paz con los persas que pondría fin a la Guerra de Iberia (el nombre no se refiere a la Península Ibérica sino a un reino georgiano por el que ambos imperios combatían desde 526).

Su decisión de conmutar la pena capital por la de prisión y organizar nuevos ludi circenses no fue bien recibida porque ya no había lugar para las medias tintas: los demes exigían la libertad de los presos -los había de ambos bandos- y el pueblo en general aprovechó para dar rienda suelta a su descontento respecto a los impuestos decretados para pagar los 5.000 kilos de oro de compensación a los persas. Así, el 13 de enero, las masas de aficionados que llenaban el Hipódromo no dividieron sus gritos entre Azules y Verdes sino que los unieron en un único clamor: «¡Niká!» Justiniano podía oírlo perfectamente, junto con los insultos que le dedicaban, porque su palacio estaba justo al lado y mediante un pasillo se comunicaba con el kathisma (el palco imperial).

Era ya el final de la jornada cuando el gobierno suspendió las carreras para evitar la concentración de multitudes, pero eso precisamente enardeció los ánimos y desató todo lo que vino a continuación, empezando por el intento de asalto al complejo palaciego. Fue rechazado por la guardia pero la turba no se retiró sino que rodeó el lugar e inició un asedio que duró cinco días a la par que se lanzaba a la destrucción de la ciudad. Los incendios acabaron con parte del Gran Palacio y con la iglesia de Santa Sofía -que luego reconstruiría el emperador con más lujo- pero se extendieron fatalmente y media urbe quedó derruida. Los senadores de la oposición vieron una oportunidad y la aprovecharon sacando a las calles a sus cuadros armados para proclamar emperador a Hipatio, sobrino del antiguo emperador Anastasio I (quien había gobernado hasta el 518 pero cuyo linaje se extinguió al no tener descendencia directa).

Aquí aparecía otro elemento extra, el religioso, ya que Hipatio, como su tío, era monofisita (el monofisismo sólo reconocía la naturaleza divina de Cristo) mientras que Justiniano era ortodoxo. Anastasio había intentado armonizar las creencias de todos pero sólo consiguió soterrar las inquinas mutuas hasta que todos esos factores, debidamente agitados en su contexto, entraron en ebullición. Se daba además la circunstancia de que los monofisitas eran seguidores de los Verdes mientras que los ortodoxos se alineaban con los Azules. Y para complicar más las cosas, también había diferencias socioeconómicas, pues los primeros eran comerciantes y arrendatarios de bienes y servicios públicos, frente a los segundos, aristócratas y terratenientes.

Por lo tanto, durante una semana, Constantinopla se convirtió en una ciudad caótica, sumida en la violencia y en la que declararse partidario de Justiniano suponía exponerse a una buena paliza o incluso la muerte. En lo que se considera los disturbios más graves de su historia, se pedían las cabezas de Juan de Capadocia, prefecto del pretorio y responsable de la recaudación tributaria, y del cuestor Triboniano, que había redactado el Corpus Iuris Civilis (un código legal que recopilaba y ordenaba el Derecho Romano), del que formaba parte el Codex Iustinianus.

Temiendo lo peor, Justiniano preparó su huida en barco junto a sus fieles pero, según cuenta la tradición, su esposa Teodora, odiada debido a sus humildes orígenes (se la acusaba de ser una ninfómana y de haber trabajado en un burdel, algo que los historiadores actuales ponen en duda, creyendo más bien que fue actriz y bailarina) y muy especialmente por los Verdes debido a que fue ella quien convenció a su marido para aficionarse a los Azules (quienes en su juventud la habían aceptado, mientras que los otros rechazaron su ingreso); su esposa, digo, le disuadió. Las palabras presuntamente empleadas, han pasado a la posteridad recogidas -y seguramente embellecidas- por Procopio de Cesarea: «La púrpura es una excelente mortaja».

Impresionado, el emperador decidió quedarse y defenderse, preparando un astuto plan. En primer lugar envió a su chambelán, un eunuco liberto llamado Narsés, a convencer a los Azules para que apoyasen al emperador, que al fin y al cabo era simpatizante suyo. Los argumentos fueron a cual más decisivo: reparto de oro entre todos y el recuerdo de que Hipatio era de los Verdes. El soborno dio resultado y cuando se procedió a coronar al nuevo césar en el Hipódromo los Azules abandonaron el estadio, para desconcierto de sus traicionados aliados. Claro que no tuvieron tiempo de reaccionar porque entonces se produjo la segunda parte del plan: las tropas del general Belisario, reforzadas por los contingentes de mercenarios hérulos del magister militum de Iliria, Mundo, entraron de pronto en el circo y pasaron a cuchillo a todo el que pillaron; un trabajo tan sucio como fácil, dado que la gente estaba desarmada.

Procopio calcula que hubo 30.000 muertos y el mismo Hipatio fue ajusticiado por insistencia de Teodora, aún cuando en realidad le habían nombrado sin que él quisiera. Justiniano conservó su trono, reconstruyó Constantinopla, logró la coexistencia de las tendencias religiosas y fue uno de los grandes emperadores del Imperio Romano de Oriente. Su mujer, corregente, es considerada una pionera del feminismo y se la venera como santa en la Iglesia Ortodoxa. Mundo fallecería poco después, en el 536, luchando contra los ostrogodos en Dalmacia, mientras Belisario se convertía en uno de los genios militares de su época muriendo el mismo año que el emperador (565) y Narsés ascendía también al generalato.

La popularidad de las carreras de carros disminuyó, en parte por los disturbios de Niká y en parte porque se habían vuelto demasiado costosas. De hecho, los equipos se redujeron a dos, Prasinoi y Venetii, que se institucionalizaron como milicias municipales, pasando a depender del estado. Finalmente, el saqueo de la ciudad en el año 1204, durante la Cuarta Cruzada, supuso la destrucción del Hipódromo.

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