Tras sortear no pocas dificultades,
hacia el año 1684, Europa lograría una gran alianza para combatir
de forma decidida a los invasores turcos. El entero este llevaba bajo
la dominación turca más de 200 años desde que en el año 1453
cayera Constantinopla causando enorme consternación.
El temor
radicaba en que los otomanos eran habituales de los zarpazos
progresivos a la par que arrancaban vastos territorios en su
deslizamiento hacia Occidente; incluyendo a su tierra madre Anatolia,
incluyendo los territorios en Oriente Medio y la vieja Europa, ya
abarcaban más de cinco millones de kilómetros cuadrados. Había que
pasar a la acción…
En 1529, una coalición –quizás el
primer euroejército de la historia–, infligió una severa derrota
a un descomunal y sorprendido ejército turco, que en un opresivo y
asfixiante asedio, estuvo a punto de hacer claudicar a los agotados
defensores de la icónica Viena.
Tras años de retiradas y derrotas,
hacia 1686, la alianza de los europeos de aquel tiempo enviaría
tropas mercenarias y voluntarios hacia el este para contener las
veleidades expansionistas de los otomanos; entre ellos, había un
fuerte destacamento de oficiales y profesionales de la milicia de
origen peninsular y con muchas tablas en las lides bélicas.
Alrededor de 75.000 hombres de armas –ninguno bisoño en las lides
de la guerra– procedentes de todos los rincones de Europa, se
dirigían lentamente hacia Buda, el antiguo bastión romano a la
sazón ocupado por los del turbante.
Buda, la parte antigua de Budapest,
está situada en un estratégico promontorio a la derecha del Danubio
en su discurrir hacia el Mar Negro. En la antigüedad, era el limes
natural donde las últimas fortificaciones del Imperio Romano daban
testimonio de civilización frente a la zona izquierda del río,
tenebrosa y mortífera para quienes se atrevían a adentrarse en
ella.
Pero para que se diera esta
convergencia de circunstancias, hay que decir que el cabreo general
de la Monarquía Hispánica respecto a los turcos venía de lejos. Ya
entonces, el largo brazo de la Puerta Sublime había alterado
totalmente el orden estratégico en el Mediterráneo y los piratas de
Berbería acosaban con una frecuencia inaceptable las costas del
levante peninsular. Además, para mayor abundamiento, los moriscos de
las Alpujarras, en su rebelión de 1568, habían causado una alarma
inusitada en el flanco sur de Europa. Hasta que la reacción de la
Santa Liga en Lepanto en 1571 puso las cosas en su sitio.
Más la presión turca no cesaría y su
osadía iría a más. Todos los mercados de Oriente Medio se nutrían
de esclavos capturados al este de Buda y Viena, el trasiego de
mujeres era incesante en dirección a los burdeles de Estambul,
Damasco y Oran, los niños que acababan en la guardia personal de
jenízaros del sultán de turno tenían más suerte, la mano de obra
capturada en las razias perecía exhausta de hambre y agotamiento en
la profusa obra civil de la época… Había que parar esto.
Entonces, el emperador germánico y rey
húngaro Leopoldo I de Habsburgo, por vía materna nieto de Felipe
III de España, decidió coger su “fusíl”.
El 24 de junio, la guarnición turca
antes las acometidas de los artilleros peninsulares se replegaría
encerrándose en la ciudadela. La resistencia se suponía tremenda,
pues hay que recordar que el sultán, por lo general, era muy
generoso con sus soldados si estos triunfaban, pero en el recuerdo de
las fuerzas turcas gravitaba todavía la ejecución sumaria de Kara
Mustafá, el Gran Visir turco allá por el año 1683 tras la derrota
en Viena ante fuerzas cristianas muy inferiores, y esto los asediados
lo tenían muy en cuenta.
Un durísimo e inmisericorde bombardeo
de 24 horas diarias durante un mes no ablandaría la resistencia
turca pero si abriría un enorme boquete en las murallas de Buda que
se iría agrandando paulatinamente hasta que sus dimensiones harían
inevitable la entrada en tromba de las tropas de la coalición.
El 22 de julio, una lluvia de bombas
incendiarias hizo estallar el polvorín turco causando una mortandad
impresionante entre los jenízaros allá acantonados; en primera
línea trescientos soldados de élite de la Monarquía Hispana, como
fuerza de choque de referencia, aguardaban el brutal encontronazo.
Los primeros en entrar fueron los 300
soldados españoles que, por derecho propio y reconocido, alcanzaron
el honor de encabezar el asalto.
El cambio de posición de la artillería
sugerido por los maestres de campo españoles acabaría por arruinar
las defensas turcas. En el tercer día de septiembre al amparo de una
noche iluminada por múltiples incendios, se lanzaría el último
asalto a la fortaleza de Buda que para entonces era un escenario
dantesco donde el hedor de los miles de cadáveres abandonados a su
suerte hacía bueno el infierno de Dante.
Los primeros en entrar fueron los 300
soldados españoles –casi todos oficiales–, que por derecho
propio y reconocido alcanzaron el honor de encabezar el asalto por
ser los más cualificados. En aquella época se daba enorme
importancia al hecho de quiénes eran los primeros en entrar durante
los crudos asaltos en el interior de cualquier fortificación. La
fama y reputación de las gentes de los tercios durante el asedio a
Buda no defraudaron.
Don Manuel Diego López de Zúñiga, el
‘Buen Duque’ y una pléyade de españoles –lo más granado del
ejército imperial–, caerían por docenas, muertos o heridos, en
aquel trágico asalto.
Esta batalla, una de las angulares de
la historia de Europa y bastante desconocida, permitiría perfilar o
esbozar los futuros límites geográficos del gran proyecto que es
hoy. Ante el ímpetu de la ofensiva, el intocable antaño ejercito
del este, tendría que recular en el año del Señor de 1699 tras
firmar un oneroso tratado de paz en Karlowitz, en lo que hoy es la
actual Serbia.
Con el tiempo, otros actores irían
sustituyendo a la Monarquía Hispánica en el devenir de los siglos
hasta configurar las actuales fronteras de este magno e inacabado
proyecto de interpares. Para la historia quedaría este episodio
olvidado de los trescientos. Hoy, los reivindicamos del olvido.

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